miércoles, 10 de agosto de 2022

ESCRIBIR

 





Un océano indiferente

sin olas ni rompientes

calmo a los pies de mi cama


y tu desnuda

tanto como el canto de los pájaros


esperando un amor

que nunca ha de suceder

porque ha muerto antes de nacer


que te digo en medio de la sombra

que te vistas de olvido

que no llores por este desamparo

si yo estoy hundido en mi soledad

en la misma de espumas agrietadas


allí

donde empezábamos a entendernos

se extendía un inmenso prado

de nubes resecas de heridas

de agujeros infantiles

de ojos perdidos en el sendero

hasta desenterrar el suicidio

tempranero en mi vida


y anduve

o anduvimos

sin encontrarnos

confidencialmente intrigados

hasta que el atardecer

trajo las alas dormidas

y nuestros nombres extraviados


que futuro tiene la angustias

cuando no la cruza algún sonido


ninguno…

quizás esto no haya sido escrito…



Roberto Brindisi

martes, 9 de agosto de 2022

ETERNO

 Melancólica

Volátil

como una herida abierta

como un poema triste

en el acento femenino

de su reiterado retorno


recuerdo

el polvo de tus labios acercándose

el estruendo de tu muda impericia

la muerte de mi sangre mendiga

la magia de mis vocales en el nido

cuanto tiempo impreciso aun observo


en esa espera inquisitiva

fui elevando la mirada

en el extenuante deseo

de no tener nada que perder

porque ya todo se había encendido


ahora son solo pies descalzos

los que transitan por este lecho

no se refleja ninguna imagen

en la posibilidad de mi espejo

no eres tu regresando

no es otra nueva en ropajes deslucidos

no,

son las pisadas del abandono niño


siempre vuelve

siempre…


Roberto Brindisi


miércoles, 6 de julio de 2022

AMANECE

 



Amanece

Las estrellas han partido

alguien las recordara en sueños

otros preferirán solo el olvido

mirándose enajenados

dirán que no existieron

mientras tanto

mojaras tus sabanas con odios de otro siglo

arrojaras al aire múltiples adjetivos
ensombrecido tu rostro
de besos huidizos

el espejo mirara hacia su ombligo

una antigua imagen se desnudara

entre incontenibles latidos

en ese inmenso juego de tahúres

recordaras mis ruegos

mis promesas incumplidas

débiles mentiras entre tus senos

la volatilidad de mis manos en tu cuerpo

el deseo de no morir en Praga

despertar en algún viejo conventillo

ultima esperanza de un amor

carente de llaves para sus cerrojo

se que te deberé mi ultimo sonido

las aves ardientes en mi imaginación

y las cartas de este junio rojo.

Roberto Brindisi




sábado, 1 de mayo de 2021

ORDEN JERARQUICO

 Abáscal lo perdió de vista, sorpresivamente, entre las sombras de la calle solitaria. Ya era casi de madrugada, y unos jirones de niebla espesa se adherían a los portales oscuros. Sin embargo, no se inquietó. A él, a Abáscal, nunca se le había escapado nadie. Ese infeliz no sería el primero. Correcto. El Cholo reapareció en la esquina, allí donde las corrientes de aire hacían danzar remolinos de bruma. Lo alumbraba el cono de luz amarillenta de un farol.

El Cholo caminaba excesivamente erguido, tieso, con la rigidez artificial de los borrachos que tratan de disimular su condición. Y no hacía ningún esfuerzo por ocultarse. Se sentía seguro.

Abáscal había empezado a seguirlo a las ocho de la noche. Lo vio bajar, primero, al sórdido subsuelo de la Galería Güemes, de cuyas entrañas brotaba una música gangosa. Los carteles multicolores prome­tían un espectáculo estimulante, y desgranaban los apodos exóticos de las coristas. Él también debió sumergirse, por fuerza, en la penumbra cómplice, para asistir a un monótono desfile de hembras aburridas. Las carnes fláccidas, ajadas, que los reflectores acribillaban sin piedad, bastaban, a juicio de Abáscal, para sofocar cualquier atisbo de excita­ción. Por si eso fuera poco, un tufo en el que se mezclaban el sudor, la mugre y la felpa apolillada, impregnaba al aire rancio, adhiriéndose a la piel y las ropas.

Se preguntó qué atractivo podía encontrar el Cholo en ese lugar. Y la respuesta surgió, implacable, en el preciso momento en que terminaba de formularse el interrogante.

El Cholo se encuadraba en otra categoría humana, cuyos gustos y placeres él jamás lograría entender. Vivía en una pensión de Retiro, un conventillo, mejor dicho, compartiendo una píeza minúscula con varios comprovincianos recién llegados a la ciudad. Vestía miserablemente, incluso cuando tenía los bolsillos bien forrados: camisa deshilachada, saco y pantalón andrajoso, mocasines trajinados y cortajeados. Era, apenas, un cuchillero sin ambiciones, o con una imagen ridícula de la ambición. Útil en su hora, pero peligroso, por lo que sabía, desde el instante en que había ejecutado su último trabajo, en una emergencia, cuando todos los expertos de confianza y responsables, como él, como Abáscal, se hallaban fuera del país. Porque últimamente las operaciones se realizaban, cada vez más, en escala internacional, y los viajes estaban a la orden del día.

Recurrir al Cholo había sido, de todos modos, una imprudencia. Con plata en el bolsillo, ese atorrante no sabía ser discreto. Abáscal lo había seguido del teatrito subterráneo a un piringundín de la 25 de Mayo, y después a otro, y a otro, y lo vio tomar todas las porquerías que le sirvieron, y manosear a las coperas, y darse importancia hablando de lo que nadie debía hablar. No mencionó nombres, afortunadamente, ni se refirió a los hechos concretos, identificables, porque si lo hubiera hecho, Abáscal, que lo vigilaba con el oído atento, desde el taburete vecino, habría tenido que rematarlo ahí nomás, a la vista de todos, con la temeridad de un principiante.

No era sensato arriesgar así una organización que tanto había costado montar, amenazando, de paso, la doble vida que él, Abáscal, un verdadero técnico, siempre había protegido con tanto celo. Es que él estaba en otra cosa, se movía en otros ambientes. Sus modelos, aquellos cuyos refinamientos procuraba copiar, los había encontrado en las recepciones de las embajadas, en los grandes casinos, en los salones de los ministerios, en las convenciones empresarias. Cuidaba, sobre todo, las aparien­cias: ropa bien cortada, restaurantes escogidos, starlets trepadoras, licores finos, autos deportivos, vuelos en cabinas de primera clase. Por ejemplo, ya llevaba encima, mientras se deslizaba por la calle de Retiro, siguiendo al Cholo, el pasaje que lo transportaría, pocas horas más tarde, a Caracas. Lejos del cadáver del Cholo y de las suspicacias que su eliminación podría generar en algunos círculos.

En eso, el Doctor había sido terminante. Matar y esfumarse. El número del vuelo, estampado en el pasaje, ponía un límite estricto a su margen de maniobra. Lástima que el Doctor, tan exigente con él, hubiera cometido el error garrafal de contratar, en ausencia de los auténticos profesionales, a un rata como el Cholo. Ahora, como de costumbre, él tenía que jugarse el pellejo para sacarles las castañas del fuego a los demás. Aunque eso también iba a cambiar, algún día. Él apuntaba alto, muy alto, en la organización.

Abáscal deslizó la mano por la abertura del saco, en dirección al correaje que le ceñía el hombro y la axila. Al hacerlo rozó, sin querer, el cuadernillo de los pasajes. Sonrió. Luego, sus dedos encontraron las cachas estriadas de la Luger, las acariciaron, casi sensualmente, y se cerraron con fuerza, apretando la culata.

El orden jerárquico también se manifestaba en las armas. Él había visto, hacía mucho tiempo, la herramienta predilecta del Cholo. Un puñal de fabricación casera, cuya hoja se había encogido tras infinitos contac­tos con la piedra de afilar. Dos sunchos apretaban el mango de madera, incipientemente resquebrajado y pulido por el manipuleo. Por supuesto, al Cholo había usado ese cuchillo en el último trabajo, dejando un sello peculiar, inconfundible. Otra razón para romper allí, en el eslabón más débil, la cadena que trepaba hasta cúpulas innombrables.

En cambio, la pistola de Abáscal llevaba impresa, sobre el acero azul, la nobleza de su linaje. Cuando la desarmaba, y cuando la aceitaba, prolijamente, pieza por pieza, se complacía en fantasear sobre la perso­nalidad de sus anteriores propietarios. ¿Un gallardo “junker”[1] prusiano, que había preferido dispararse un tiro en la sien antes que admitir la derrota en un suburbio de Leningrado? ¿O un lugarteniente del mariscal Rommel, muerto en las tórridas arenas de El Alamein? Él había comprado la Luger, justamente, en un zoco de Tánger donde los mercachifles remataban su botín de cascos de acero, cruces gamadas y otros trofeos arrebatados a la inmensidad del desierto.

Eso sí, la Luger tampoco colmaba sus ambiciones. Conocía la existen­cia de una artillería más perfeccionada, más mortífera, cuyo manejo estaba reservado a otras instancias del orden jerárquico, hasta el punto de haberse convertido en una especie de símbolo de status. A medida que él ascendiera, como sin duda iba a ascender, también tendría acceso a ese arsenal legendario, patrimonio exclusivo de los poderosos.

Curiosamente, el orden jerárquico tenía, para Abáscal, otra cara. No se trataba sólo de la forma de matar, sino, paralelamente, de la forma de morir. Lo espantaba la posibilidad de que un arma improvisada, bastarda, como la del Cholo, le hurgara las tripas. A la vez, el chicotazo de la Luger enaltecería al Cholo, pero tampoco sería suficiente para él, para Abáscal, cuando llegara a su apogeo. La regla del juego estaba cantada y él, fatalista por convicción, la aceptaba: no iba a morir en la cama. Lo único que pedía era que, cuando le tocara el tumo, sus verdugos no fueran chapuceros y supiesen elegir instrumentos nobles.

La brusca detención de su presa, en la bocacalle siguiente, le cortó el hilo de los pensamientos. Probablemente el instinto del Cholo, afinado en los montes de Orán y en las emboscadas de un Buenos Aires traicionero, le había advertido algo. Unas pisadas demasiado persisten­tes en la calle despoblada. Una vibración intrusa en la atmósfera. La conciencia del peligro acechante lo había ayudado a despejar la borra­chera y giró en redondo, agazapándose. El cuchillo tajeó la bruma, haciendo firuletes, súbitamente convertido en la prolongación natural de la mano que lo empuñaba.

Abáscal terminó de desenfundar la Luger. Disparó desde una distan­cia segura, una sola vez, y la bala perforó un orificio de bordes nítidos en la frente del Cholo.

Misión cumplida.

El tableteo de las máquinas de escribir llegaba vagamente a la oficina, venciendo la barrera de aislación acústica. Por el ventanal panorámico se divisaba un horizonte de hormigón y, más lejos, donde las moles dejaban algunos resquicios, asomaban las parcelas leonadas del Río de la Plata. El smog formaba un colchón sobre la ciudad y las aguas.

El Doctor tomó, en primer lugar, el cable fechado en Caracas que su secretaria acababa de depositar sobre el escritorio, junto a la foto de una mujer rubia, de facciones finas, aristocráticas, flanqueada, en un jardín, por dos criaturas igualmente rubias. Conocía, de antemano, el texto del cable: “Firmamos contrato”. No podía ser de otra manera. La organiza­ción funcionaba como una maquinaria bien sincronizada. En eso residía la clave del éxito.

“Firmamos contrato”, leyó, efectivamente. O sea que alguien -no importaba quién- había cercenado el último cabo suelto, producto de una operación desgraciada.

Primero había sido necesario recurrir al Cholo, un malevito margi­nado, venal, que no ofrecía ninguna garantía para el futuro. Después, lógicamente, había sido indispensable silenciar al Cholo. Y ahora el círculo acababa de cerrarse. “Firmamos contrato” significaba que Abáscal había sido recibido en el aeropuerto de Caracas, en la escalerilla misma del avión, por un proyectil de un rifle Browning calibre 30, equipado con mira telescópica Leupold M8-100. Un fusil, se dijo el Doctor, que Abáscal habría respetado y admirado, en razón de su proverbial entusias­mo por el orden jerárquico de las armas. La liquidación en el aeropuerto, con ese rifle y no otro, era, en verdad, el método favorito de la filial Caracas, tradicionalmente partidaria de ganar tiempo y evitar sobresaltos inútiles.

Una pérdida sensible, reflexionó el Doctor, dejando caer el cable sobre el escritorio. Abáscal siempre había sido muy eficiente, pero su intervención, obligada, en ese caso, lo había condenado irremisiblemen­te. La orden recibida de arriba había sido inapelable: no dejar rastros, ni nexos delatores. Aunque, desde luego, resultaba imposible extirpar todos, absolutamente todos, los nexos. Él, el Doctor, era, en última instancia, otro de ellos.

A continuación, el Doctor recogió el voluminoso sobre de papel manila que su secretaria le había entregado junto con el cable. El matasellos era de Nueva York, el membrete era el de la firma que servía de fachada a la organización. Habitualmente, la llegada de uno de esos sobres marcaba el comienzo de otra operación. El código para descifrar las instrucciones descansaba en el fondo de su caja fuerte.

El Doctor metió la punta del cortapapeles debajo de la solapa del sobre. La hoja se deslizó hasta tropezar, brevemente, con un obstáculo. La inercia determinó que siguiera avanzando. El Doctor comprendió que para descifrar el mensaje no necesitaría ayuda. Y le sorprendió descubrir que en ese trance no pensaba en su mujer y sus hijos, sino en Abáscal y en su culto por el orden jerárquico de las armas. Luego, la carga explosiva, activada por el tirón del cortapapeles sobre el hilo del detonador, transformó todo ese piso del edificio en un campo de escombros.

lunes, 12 de abril de 2021

ABRIR LAS FUENTES

 



Salas y ventanas sombreadas de abandono.
Huida de la primavera, ayer mismo ahogada
en un vaso de agua.
Sobre la viejísima melancolía 

(tejida y destejida largamente) 

Hija de las grandes traiciones hechas a nuestros padres y abuelos:
estamos solos.

Sobre las sensaciones de vacío bajo los pies.
Sobre los pasadizos inclinados que el miedo y la duda edifican.
Sobre la tierra de nadie de la Historia: estamos solos
sin mundo,

Desnudo al rojo vivo 

El barro que nos cubre, estrecho
en sus dos lados el aire que nos queda todavía

Así es que reconciliamos las pesadillas

Armamos nuevos sueños

Declaramos la guerra a la desesperanza

Porque estando vivos queremos ganar el paraíso

El pan, el techo, con el esfuerzo

De saber que cada día convocamos a los recuerdos

Construimos laberintos sempiternos

Encontramos salidas parciales

Para reposar en las mismas palabras de nuestros cuadernos.

Roberto Brindisi

FRAGMENTO DE VIDA

 


Como escribir del coraje
Si no me bañe de miedos
Como resurgir en este instante
Sin haberme perdido en el fuego
Son las llamas las que se apagan
Luego de alcanzar el frio del infierno
En ese lago eterno sumergí mis deseos
En esas aguas calmas supe de mis rostros
En esos desiertos de gotas en retroceso
Esculpí vanos pensamientos
Ahora ha llegado instante
El penúltimo de nuestro reencuentro
Donde expiran remolinos
Y jugamos a ser amantes
Roberto Brindisi

ESTA LUZ


Esto que suscribo

nace de mis inmovibles viajes al pasado

De la seducción

que me causa la ondulación del fuego
igual que a los primeros hombres 

que lo vieron y lo sometieron
a la mansedumbre de una lámpara. 

De la fuente
en donde la muerte 

encontró el secreto de su eterna juventud.
De conmoverme
por los cortísimos gritos decapitados
que emiten los pájaros endebles a medio morir.
Del amor consumado.
Desde la misma herida me viene.
Del hielo que circula por las oscuridades
que tantas personas echan por la boca sobre mi sombra. 

Del centro del escarnio y de la indignación. 

Desde la circunstancia de mi compromiso, 

vive como es posible
esta luz que suscribo

nunca sabrá a finitud 

aquel que fue feliz en lo terrible.

Roberto